“Nadie es como otro. Ni mejor ni peor, es otro”.
Cada persona tiene un modo particular de pensar, sentir y actuar, lo que da lugar a una gran diversidad de capacidades, intereses, ritmos de maduración, estilos de aprendizaje, etc. ¿O acaso en un aula hay dos niños/as iguales?
Esta diversidad es un fenómeno natural, cada persona es diferente a los demás y lo seguirá siendo por el resto de su vida, así que debemos aceptarla y considerarla como una riqueza.
Las diferencias nos benefician a todos y cada uno de nosotros. Piensa en las veces que has aprendido algo de otra persona. ¿Muchas, verdad?
Pues bien, este es el pilar fundamental por el que debe regirse la educación inclusiva. Una educación que atienda a las necesidades de cada estudiante de forma personalizada para que pueda conseguir el máximo desarrollo de sus capacidades.
No se trata de eliminar las diferencias o hacerlas invisibles, como muchas veces sucede. Se trata de darles un hueco en el proceso de enseñanza-aprendizaje, hablando abiertamente de las diferencias y ofreciendo estrategias variadas que permitan adaptarse al nivel de cada alumno/a.
Para ello, debemos dejar de incurrir en el error de hablar de igualdad y hablar de equidad. En la igualdad, todos reciben el mismo trato sin considerar sus diferencias. En cambio, la equidad significa que cada uno recibe lo que necesita de acuerdo a sus características. Y es esto lo que posibilita una verdadera inclusión.